Estaba pensando en ese afán extraño de las personas por crecer. De niñas o niños siempre queremos ser grandes, jugamos de lo que llegaremos a ser o nos vestimos como nuestros padres.
Ya estoy en la edad en que la gente trabaja y se va de las casas (por lo menos en otros países) pero yo no temo decir: soy una niña aún.
Entro a jugueterías y todo lo toco, me encanta la risa de los niños, veo Winnie the Pooh en navidad y me encantan las princesas de Disney.
Creo que los solsticios son mágicos pues son especiales. Es el cambio de una estación a otra; dicen que en Europa cuando llega la primavera ese día salen todas las flores de un solo y grandes praderas cambian de color. En Argentina el invierno cae de imprevisto y todo se emblanquece de un momento a otro como si algo mágico sucediera.
La luna y las estrellas son encantadoras y si no supiera que ciertas cosas no existen, juraría que son pequeñas hadas que cumplen deseos. Más cuando estoy perdida en el mecer de los columpios y siento el viento en una noche de verano despejada.
Los juegos me encantan, los retos y las trivias me atrapan de manera inimaginable. Los peluches siguen pareciendo tiernos y los carritos son fascinantes.
Me derrito con las caricias en mi cabello o en la espalda, el sonido de la guitarra me atrae demasiado, las pompas de jabón son divertidas y las canciones de cuna provocan un "awww" automático en mí.
Pero sobre todo, me río de mí misma, olvido que estoy enojada rápido y entrego mi cariño a quien me parezca especial.
Entonces, sí soy una niña... pero soy feliz siéndolo.
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